Periodista de La Nueva.
El Fran era único.
Tenía ese no se qué que lo diferenciaba del resto de los pibes del barrio.
Era un chico pero parecía un hombre. Todo un hermano mayor para nosotros, los más desprotegidos frente a las bravuconadas de los grandulones.
Nuestra infancia transcurría en esa canchita de tierra, piso duro, traicionero y rasposo. Porque raspaba, claro. Si te caías en una de esas corridas con aroma a gol, chau, eras boleta seguro. Rodillas rojas, ardientes de dolor. Se te pegaban a las sábanas. Y no se curaban nunca. Porque estaba bueno eso de sacar la cascarita cuando empezaba a tomar forma la caparazón que cubría la herida. Si lo sabía el Fran.
Es que él sí que recibía. Patadas y elogios, casi al mismo tiempo. Y en la misma proporción.
Pero ni se quejaba. Por las patadas. Ni se agrandaba. Por los "¡uy!, cómo juega ese pibe".
No. El Fran era único. Ya lo dije.
Por eso, cuando él tenía 13 o 14, ya no me acuerdo, su llamado me paralizó. Fue como si me hubieran convocado para una prueba en San Lorenzo, mi amor futbolero de siempre.
--Dale, nene, vení que en un rato jugamos contra los de Anchorena. Te necesitamos. ¿Querés que le hable a tu mamá?
--¿En serio, Fran? Pero... y de qué querés que juegue yo. Si apenas tengo 11.
--Con las patas largas y el dominio que tenés, vos sólo pensá en jugar. Y sino mirame a mí. Me la das y listo.
--Bueno... ¡No lo puedo creer!
Y permiso mediante de la Vieja, con cien recomendaciones al Fran, me mandé con la Aurorita --la bici de mil pedaleos para hacer una cuadra-- a la cancha de ellos, que no era mejor que la nuestra. ¡Bah! Era peor. Parecía un suelo lunar. El mismo que nos mostró la tele allá por el ´69 con la caminata de Neil Armstrong.
Pero volvamos al partido. Aquello sí que no me lo olvido más.
El Fran la descoció. Jugó igual que en el Baby, en Estrella de Oro, esa especie de sucursal linda y pasional de Villa Mitre. La llevaba atada. Imposible marcarlo. Así anotó los dos primeros, aunque un "Pelopincho" que también la rompía, pero para ellos, clavó dos pelotas al ángulo. Y era empate, nomás. Hasta que apareció de nuevo el Fran.
Yo, hasta ahí, poco y nada. Dos o tres pisaditas, algún foul en contra, y un tirito que pasó cerca del palo. O mejor dicho, del inexistente banderín de esquina. Pero bueno. Hoy pienso que ayudé en la contención. Que me maté como mis compañeros para que no nos ganaran. Y que era demasiado gurrumín, a pesar de mi buena altura, al lado de esos mastodontes. Especialmente el 2 y el 6, justo los que tenía siempre a dos pasos.
Pero estaba el Fran, siempre él.
Se venían los penales, porque así se definían siempre esos pleitos barriales, pero de pronto bajó una pelota del cielo como sólo él lo podía hacer, matándola, mansa, contra el piso. Encaró en tres cuartos, apiló al 5, después al 6, y cuando la iba a poner contra un palo del Flaco Apilli, con quien teníamos buena relación, ¡zás!, lo bajaron mal. No se si fue el 2, el 8, el 4 o el 3. Si hasta pareció que le fueron todos a la vez.
Del dolor, no se podía ni parar el Fran.
Sin él, nos quedaba una fichita. Nelson. El Gordito Huiván. El que siempre imponía respeto a pesar de su "lenteja" de movimientos. Porque si no le ganaban la espalda, chau, a él no lo pasabas. Era hombre o pelota. Pero los dos juntos, jamás. Y le pegaba fortísimo el Gordito. Así que...
Agarró la pelota, la colocó entre dos piedritas para que no se la moviera el viento, que como siempre arreciaba. Y allá fue Huiván. Le pegó un fierrazo como para romper la barrera o el arco. Y rompió la red imaginaria --obvio que no estaba--. Para un 3 a 2 memorable, inolvidable, maravilloso. Que aún perdura en la mente de todos quienes jugamos aquel barrio contra barrio sin revanchas, porque lo que sucedió después... Lo que sucedió después no vale la pena ni contarlo.
Sólo recordar que el Fran, en una pierna, pero con su inconfundible voz serena, esta vez un poco más firme, tiró su última frase de líder nato. Irrepetible.
"¡Que no toquen al nene!".
Fue, aquella frase, un pase soñado. La certeza de que aquel pibe era un fenómeno en serio. En la cancha y fuera de ella.
Por eso, mi mayor frustración futbolera no pasa por no haber llegado yo a Primera. No.
Es no haber disfrutado aunque sea un poco más al Fran en una cancha.
Aquella patada alevosa, la del tiro libre, truncó lo que podía haber sido. Y lo depositó en un viejo depósito de herramientas. En una ferretería llena de clavos, tornillos y serruchos, seguramente filosos y arteros. Pero ninguno tanto como aquella patada que truncó su magia con la pelota.
Eran tiempos en que una rodilla rota era un boleto de defunción para cualquier habilidoso.
El Fran había dejado todo.
Treinta años después, me encontré con Huiván.
--"¿Sabés una cosa? Todavía sueño con aquel gol sobre la hora que hice de tiro libre. Lo curioso es que ocurrió en la realidad, pero lo sigo soñando".
Entonces se me ocurrió una imagen. Rara. Ni se la expresé al ahora Gordo, ya no más Gordito.
Imaginé al Fran gambeteando en su mente, de manera traviesa y casi como una demanda del destino que no fue.
Como diciéndole. "Gordo, mi mejor gol te lo dejé a vos".
Pero no. Enseguida me di cuenta de que le estaba errando. Igual que como aquel tirito que se me fue desviado.
El Fran era demasiado bueno como para ensayar cualquier reproche.
Si hasta parece que dejó sus mejores sueños para que se cristalicen los nuestros.