Cuentos de árbitros

Por Ariel Scher

El peor jueves de la historia de la prima Isolda fue ese en el que su hijo menor se despertó y anunció que quería ser "Gallardo Pérez, referí".

La prima Isolda casi no llegó al viernes.

De inmediato, balbuceante, despeinada, con un zapato viejo en el pie diestro y una chinela de su marido en el pie izquierdo, llamó, una por una, al resto de las primas y les lloró, les suplicó, les rezó, les bramó y les contó que se le cruzaban demasiadas cuestiones por la cabeza pero que la más grande y la más frecuente era matarse.

-¿Gallardo Pérez, referí?, ¿el del cuento de Soriano? -inquirió la prima Modesta, que siempre preguntaba lo obvio como si la historia de la humanidad condenara a que cada familia tuviera una primera dedicada a preguntar lo obvio.

-El del cuento de Soriano -respondió, pisando la frontera de la muerte, la prima Isolda-, claro que el del cuento de Osvaldo Soriano, el árbitro ese que se parecía a muchas cosas pero nunca a la justicia. Ese, ese mismo. Hasta tengo en la punta de la lengua, de esa lengua que se morirá conmigo en cualquier momento, el comienzo de aquel cuento: "Cuando yo jugaba al fútbol, hace más de veinte años, en la Patagonia, el referí era el verdadero protagonista del partido. Si el equipo local ganaba, le regalaban una damajuana de vino de Río Negro; si perdía, lo metían preso. Claro que lo más frecuente era lo de la damajuana, porque ni el referí, ni los jugadores visitantes tenían vocación de suicidas".

La prima Modesta, quien además de ejercer de obvia era inoportuna, comentó:

-Si al menos hubiera querido ser Gregorio Samsa, el de La metamorfosis de Kafka, que un día se levantó convertido en un monstruoso insecto...

Para entonces, el hijo menor de la prima Isolda estaba enfundado en su uniforme de referí y soplaba su silbato como si a sus pulmones y a él les tocara producir tantos trinos como a una orquesta de vientos completa. La prima Isolda lo enfocaba como a lo que ya no sirve, insultaba con los ritmos con los que suele insultarse a los árbitros y odiaba al planeta, al reglamento del fútbol, a la literatura, al maldito día -debía haber sido otro jueves- en el que aspiró a cultivar a su hijo y le regaló los cuentos de Soriano y, por supuesto, a la prima Modesta, tan obvia, tan inoportuna. Y tan certera porque, al cabo, Gregorio Samsa, el de Kafka, habitaba las cumbres de las creaciones del arte universal, o sea que era un proveedor de prestigio. Y Gallardo Pérez... Gallardo Pérez, más allá del talento radiante de Soriano, representaba a los individuos insignificantes, a los que habían pretendido ser un poco más que nada pero permanecían castigados a ser una nada sin remedio.

El propio Soriano no había fallado en su hábito de ser brillante al caracterizar a ese derrotado al que, misterios de la literatura, del fútbol o de la justicia, quería emular el hijo menor de la prima Isolda. Gallardo Pérez, referí, era este tipo, este referí: "Después del masaje con aceite verde, cuando ya estábamos vestidos con las desteñidas camisetas celestes, el referí Gallardo Pérez, hombre severo y de pésima vista, vino al vestuario a confirmar que todo estuviera en orden y a decirnos que no intentáramos hacernos los vivos con el equipo local. Le faltaban dos dientes y hablaba a tropezones, confundiendo lo que decía con lo quería decir".

Ni una sola de las primas aproximaba una solución para la prima Isolda. Ninguna podía auxiliar a que el hijo menor reingresara en sus cabales. Ninguna tenía en el bolsillo la llave capaz de asegurar que la prima Isolda no fuera a matarse. Y, encima, la prima Bárbara. La prima Bárbara, otra obvia, otra inoportuna, que, en vez de ayudar, complicó:

-Qué pena que no le dieran ganas de ser el colorado De Felipe, ese señor del cuento de Alejandro Dolina, ese cuento que creo que se llamaba "El referí demasiado justo". Lindo personaje, lindo cuento. "Gallardo Pérez, referí", en cambio, es un hermoso cuento, pero tener un hijo que quiera ser ese personaje...

Agobiante, la prima Bárbara le leyó a la prima Isolda, que ya no quería oírla, el arranque del texto de Dolina. Lo más grave era que la asistía cierta razón: no hubiera sido tan terrible parecerse a ese árbitro que discurría sobre los lazos entre la justicia formal y la ética profunda, algo que demasiadas veces el fútbol omite. Ahí sonaba: "El colorado De Felipe era referí. Contra la opinión general que lo acreditó como un bombero de cartel, quienes lo conocieron bien juran que nunca hubo un árbitro más justo. Tal vez era demasiado justo. De Felipe no sólo evaluaba las jugadas para ver si sancionaba alguna infracción: sopesaba también las condiciones morales de los jugadores involucrados, sus historias personales, sus merecimientos deportivos y espirituales. Recién entonces decidía. Y siempre procuraba favorecer a los buenos y castigar a los canallas".

A la prima Isolda apenas le faltaba determinar con qué arma iba a liquidarse. Lo demás estaba resuelto. Su hijo menor pitaba córners que no eran córners en el baño de su casa y apuntaba con el índice hacia el horno como si señalara un saque de arco y vociferaba "yo soy un tipo derecho", como Gallardo Pérez, cerca del fin del cuento de Soriano. No amagaba con retornar a ser el que había sido. Pobre madre, que se adivinaba protagonista de un tango de los tristes. Por algo era el tango lo que describía con exactitud filosa ese sentimiento que la abrumaba. Lo había escrito, magistral, Homero Manzi, amasando las normas del fútbol en poesía plena. Más que plena: "El alma está orsai, che bandoneón".

-¿Ese orsai, el de Manzi, el del alma, estaba bien cobrado? -indago la prima Laura cuando la prima Isolda la llamó para compartirle su tragedia. La prima Laura no era obvia ni, tampoco, inoportuna. Sólo era estúpida.

Hay circunstancias cuya única virtud es que no pueden ser más malas. La prima Isolda se advirtió en ese estado hasta que parlamentó con la prima Lucila y detectó que, en este caso, lo más malo podía tornarse mucho más malo. La prima Lucila era obvia, era inoportuna, era estúpida y, para colmo, leía más que Cortázar. Leía a Camilo José Cela, por ejemplo, español y Premio Nobel de los libros, tan duro al atreverse con los árbitros que a su cuento sobre el tema lo tituló "El holocausto". Y el título no exageraba: se trataba de un cuento de árbitros y mortal. Se lo silabeó entero la prima Lucila a la prima Isolda, como si se tomara revancha del odio viejo por algún novio que una le usurpó a la otra. O como si fuera más obvia que las otras primas: "Cuando por pitar penales se corre el riesgo de terminar ahorcado, el árbitro debe abstenerse de pitar penales, castigo que puede sustituirse por el tiro libre o incluso por el disimulo, según las circunstancias",

Ninguna prima mejoró nada. La prima Giralda -obvia, inoportuna, estúpida, lectora y creída de que lo suyo era la filosofía- aportó otro cachetazo, extrayendo lo más doloroso de Fragmentos de los anales secretos, de Héctor Álvarez Murena, argentino e interesantísimo, pero escritor de un desenlace de espantos para un árbitro que concluye sin los salvatajes a los que, módico consuelo, accede Gallardo Pérez. Lo destruyeron al árbitro de Álvarez Murena, ese del que habló la prima Giralda. A Gallardo Pérez, para su suerte, le bastaron un azar, el aire y la magia de Soriano para continuar respirando: "Cuando se despertó, a mitad de camino, Gallardo Pérez me reconoció y me preguntó cómo me llamaba. Seguía en calzoncillos pero tenía el silbato colgando del cuello como una medalla".

Lo de las primas posteriores constituyó, más que una serie de desahogos familiares, un bombardeo. La prima Susana rescató de la poesía tanguera del marplatense Iván Diez, cronista deportivo en la antigua revista La Cancha, los versos de "Referí": "Te muerden, referí; te rompen todo;/ te dejan como ropa en un alambre. / Sin embargo, tallás semanalmente. /¡No hay duda que tenés un Dios aparte!". La prima Ausencia se retrotrajo a Pablo Rojaz Paz, poeta amigo de Borges, narrador deportivo en el diario Crítica, quien no se enredó con méritos y déficits de los árbitros cuando pintó sus "Cuatro figuras del fútbol" y le reclamó noblezas a otros actores de la cancha: "El árbitro de un match debe contar con la buena voluntad de los jugadores, que le digan la verdad de las cosas cuando las papas queman". La prima Dulce, que se jactaba de haber disfrutado sus últimas vacaciones en Uruguay, recurrió a Eduardo Galeano, fascinante capturador de ternuras en los rincones más castigados de la Tierra, pero que, ni así, situó a los jueces en el campo de la piedad. "Ni Galeano", se lamentó la prima Isolda, encantada con Galeano como tantas primas de este mundo: "A veces, raras veces, alguna decisión del arbitro coincide con la voluntad del hincha, pero ni así consigue probar su inocencia. Los derrotados pierden por él y los victoriosos ganan a pesar de él. Coartada de todos los errores, explicación de todas las desgracias. Los hinchas tendrían que inventarlo si él no existiera. Cuánto más lo odian, más lo necesitan. Durante más de un siglo, el árbitro vistió de luto. ¿Por quién? Por él. Ahora disimula con colores".

Quien la veía se daba cuenta: la prima Isolda marchaba hacia su muerte.

Pero escuchó:

-Gallardo Pérez, referí se va. Tengo muchísimo trabajo, mamá -dijo, súbitamente, su hijo menor, es decir Gallardo Pérez, referí. Y, como asumido Gallardo Pérez que ya, claramente, era, pronunció otro segmento del cuento: "Al fin, harto de esperar y cada vez más nervioso, Gallardo Pérez expulsó a dos de los nuestros y les dio dos penales".

De nuevo: misterios de la literatura, del fútbol o de la justicia. Por una o por todas esas causas, la prima Isolda dejó de marchar hacia la muerte y marchó hacia la biblioteca. Allí, se estiró hasta el estante en el que relucía El mayor de mis defectos, un libro de cuentos del Negro Fontanarrosa. Lo abrió en la página en la que empezaba uno de esos relatos, "Fútbol y ciencia", disquisición en la que se anticipa un escenario en el que una colección de tecnologías desopilantes y eficientes pasaban a ocuparse de definir qué es y qué no es justo en una cancha.

Lo sabía la prima Isolda: en la oración inicial cabía todo.

La leyó y se la leyó a su hijo menor. Cuatro palabras:

"Hasta siempre, señor árbitro".

Él, el hijo menor, Gallardo Pérez, referí, la registró como se registra la voz materna, le devolvió un "gracias" precioso y le sugirió que leyera "El hijo de Butch Cassidy", otro cuento ejemplar de Soriano en el que el protagonista es un árbitro del Mundial de 1942 que hace valer su autoridad con un revólver en la mano.

"El hijo de Butch Cassidy puede enseñarme mucho de arbitraje", agregó.

Después salió a la calle, con el silbato listo y distribuyendo sanciones inexplicables. "Saludos a tus primas", le alcanzó a gritar a la prima Isolda, mientras se despedía.

Dos vecinos que lo vieron partir, por las dudas, ya lo puteaban.

 

Ariel Scher es periodista con más de treinta años de experiencia. Desde 1991, da clases en DeporTea: en “Política y deporte” y en “Taller de redacción II”. Trabajó en diversos medios, entre ellos La Razón, Sur, agencia Interdiarios, revista Noticias y Clarín.  Además publicó varios libros, de investigación y de cuentos. El último fue “Contar el juego. Deporte y literatura en Argentina”. Conocelo un poco más en este video realizado por la Revista Digital Cabal

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